domingo, 23 de agosto de 2009

Temor y Temblor - Kierkegaard (Fragmento)

Atmósfera

Érase una vez un hombre que en su niñez había oído la hermosa historia de Abraham, a quien Dios ponía a prueba, que vencía la tentación, conservaba la fe y recibía inesperadamente a su hijo por segunda vez. En su madurez, volvió a leer el relato, esta vez con admiración acrecida porque la vida había separado lo que en la piadosa simplicidad de la infancia estuvo unido. A medida que envejecía, su pensamiento retornaba a esta historia con mayor frecuencia y con pasión cada vez mayor; sin embargo, la comprendía cada vez menos. Acabó por olvidar toda otra cosa; su alma sólo tuvo un deseo: ver a Abraham sólo un pesar; no haber sido testigo del acontecimiento. No anhelaba ver los hermosos países del Oriente, ni las maravillas de la Tierra prometida, ni la piadosa pareja cuya senetud fue bendecida por Dios, ni la figura venerable del patriarca harto de días, ni la exuberante juventud de Isaac, donado como presente por el Eterno: lo mismo hubiera podido suceder en su estéril páramo sin dificultad alguna. Hubiera querido ser partícipe del viaje de los tres días cuando Abraham cabalgaba sobre su asno, su tristeza ante él e Isaac a su lado. Hubiera querido estar presente en el instant4e en que Abraham, al alzar los ojos, vio en lontananza la montaña de Morija; en el instante en que despidió a los asnos y trepó la cuesta, solo con su hijo, porque estaba preocupado por los temores de su pensamiento, no por los ingeniosos artificios de la imaginación.
Este hombre, por lo demás, no era un pensador, no sentía ningún deseo de ir más allá de la fe, ser llamado padre de la fe por la posteridad le parecía la mejor fortuna, y consideraba digno de envidia el poseerla aunque nadie lo supiese.
Esta hombre no era un sabio exegeta; ni siquiera sabía el hebreo; de haber sabido leerlo, hubiera comprendido entonces sin dificultad la historia de Abraham
I
Y Dios puso a Abraham a prueba y le dijo: toma a tu hijo, tu único hijo, el que amar, Isaac, ve con él al país de Morija, y allí ofrécelo en holocausto sobre una de las montañas que te diré.
Era muy de mañana; Abraham se levantó, hizo enalbardar los asnos, dejó su casa con Isaac, y desde la ventana los vio descender Sara por el valle hasta que los perdió de vista. Anduvieron silenciosamente durante tres días; la mañana del cuarto, Abraham no dijo una palabra, pero levantando sus ojos vio en la lejanía los montes de Morija. Despidió a sus servidores y tomando a Isaac de la mano trepó la montaña. Y Abraham se decía: “Pero no puedo ocultarle por más tiempo adónde le conduce este andar”. Se detuvo, apoyó su mano sobre la cabeza de su hijo para bendecirlo, e Isaac se inclinó para recibir la bendición. Y la faz de Abraham era la de un padre, dulce era su mirar, y su voz exhortaba. Pero Isaac no podía comprenderle, su alma no podía elevarse tanto; se abrazó a las rodillas de Abraham, se arrojó a sus pies y clamó por la gracia; imploró por su juventud y sus dulces esperanzas; habló de las alegrías de la casa paterna, evocó la soledad y la tristeza. Entonces Abraham lo levantó, lo tomó de la mano y se puso en camino, y su voz exhortaba y consolaba. Mas Isaac no podía comprenderle. Abraham trepó por la montaña de Morija; Isaac no lo comprendía. Entonces se apartó Abraham por un momento del lado de su hijo, y cuando de nuevo miró Isaac la faz de su padre la halló cambiada, porque el mirar se le había hecho feroz y aterradoras las facciones. Agarró a Isaac por el pecho, lo arrojó por tierra y gritó: “¡Estúpido! ¿Crees tú que soy tu padre? ¡Soy un idólatra! ¿Crees tú que obedezco al mandato divino? ¡Hago lo que me viene en gana!”. Pero Abraham se dijo muy quedo: “Dios del cielo, yo te doy las gracias; vale más que me crea un monstruo antes que perder la fe en ti”.

Cuando la época del destete llega, la madre ennegrece el seno porque conservar su atractivo sería perjudicial para el niño que debe dejarlo. De este modo cree que su madre ha cambiado; pero el corazón de ella es siempre el mismo, y su mirada está siempre llena de ternura y amor. ¡Feliz aquel que no tiene que recurrir a medio más terribles para destetar al niño!
II
Era muy de mañana; Abraham se levantó, abrazó a Sara, compañera de su vejez, y Sara dio un beso a Isaac, que la había preservado del escarnio, y era su orgullo y esperanza para la posteridad. Anduvieron en silencio; la mirada de Abraham permaneció fija sobre el suelo hasta el día cuarto; entonces levantando los ojos vio en el horizonte las montañas de Morija; y bajó de nuevo la mirada. En silencio preparó el holocausto y ató a Isaac; en silencio extrajo el cuchillo; entonces vio el carnero que proveyó Dios. Lo sacrificó y regresó... A partir de ese día, Abraham se hizo viejo; no pudo olvidar cuánto había exigido Dios de él. Isaac continuó creciendo; pero los ojos de Abraham se había nublado; ya no vio más la alegría.

Cuando el niño, ya crecido, debe ser destetado, púdicamente oculta el seno su madre, y el hijo ya no tiene madre. ¡Feliz el niño que no ha perdido a su madre de otro modo!
III
Era muy de mañana; Abraham se levantó, dio un beso a Sara, la madre joven, y Sara dio un beso a Isaac, su delicia, su eterna alegría. Y Abraham, sobre su asno, cabalgó pensativo; meditaba sobre Agar y sobre su hijo, a quienes abandonó en el desierto. Trepó por la montaña de Morija y extrajo el cuchillo.
Cuando Abraham, sobre su asno, se halló solo en Morija, la tarde era apacible; se arrojó de cara contra la tierra y pidió perdón a Dios por su pecado, perdón por haber querido sacrificar a Isaac, por haber olvidado su deber de padre hacia su hijo. Tomó de nuevo, con más frecuencia, el camino solitario, pero no halló reposo. No podía concebir como pecado haber querido sacrificar su más preciado bien, aquél por quien hubiera dado su vida más de una vez, a Dios; y si era un pecado, si no había amado a Isaac hasta ese punto, no podía comprender entonces cómo podía ser perdonado; porque ¿hay pecado más terrible?

Cuando la época del destete llega, la madre está, no sin tristeza, pensando que ella y su hijo se irán separando gradualmente, y que el niño, al principio bajo su corazón, luego mecido en su seno, ya no se hallará tan cerca de ella. Y juntos sufrirán esta corta pena. ¡Feliz la que ha conservado a su hijo tan cercano a ella y no ha tenido otro motivo de desazón!
IV
Era muy de mañana. Todo estaba presto para la partida en la casa de Abraham. Se despidió de Sara, y Eliécer, el fiel servidor, los acompañó por el sendero hasta el momento en que Abraham le ordenó volverse. Concordes anduvieron Abraham e Isaac hasta la montaña de Morija. Lleno de paz y dulzura hizo Abraham los preparativos para el sacrificio, pero cuando se volvió para sacar el cuchillo vio Isaac cómo se crispaba de desesperación la mano siniestra de su padre y cómo sacudía su cuerpo un estremecimiento. Con todo Abraham sacó el cuchillo.
Retornaron entonces y Sara se arrojó al encuentro de ellos; pero Isaac había perdido la fe. Jamás se habló de esto en el mundo, ni nunca dijo Isaac nada a nadie sobre lo que había visto; y Abraham no sospecha que lo hubiera visto nadie.

Cuando la época del destete llega, la madre acude a una más vigorosa alimentación para evitar la muerte del niño. ¡Feliz quien dispone de alimento fuerte!

De este modo, y también de otros muy distintos, reflexionaba sobre este acontecimiento el hombre de quien hablamos. Cada vez que hacía el camino de retorno desde la montaña de Morija hasta la casa, se consumía de debilidad, juntaba las manos y exclamaba: “¿Entonces no hay nadie semejante a Abraham, nadie capaz de comprenderlo?”




Temor y temblor – Kierkegaard (Fragmento)

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